7 y 45 de la mañana. “Estoy sobre la hora”. Mi destino no está lejos, antes podía llegar en quince minutos en combi, pero ahora ya no. Salgo de prisa a la avenida y entre el bullicio y la fila de autos frente al semáforo, encuentro un taxi vacío. La luz ha cambiado a verde y subo casi “al vuelo”. Indico la dirección y añado: “volando, maestro, por favor”. En la siguiente esquina giramos a la izquierda para cambiar de carril. Antes, una combi se pasa la luz roja a toda velocidad haciendo chillar la bocina, el taxi para en seco, un escolar salta como resorte a la vereda. El taxista dice “Este es un hijo de…” se contiene y me mira por el retrovisor. Alcanzo a ver que la combi lleva una frase inscrita en el parachoques: Jesús es mi guía. Descuide, también creo lo mismo, le digo. Continuamos el viaje.
El taxista empieza a hablarme de lo caótico que está el tráfico en la ciudad: vías cerradas, choferes salvajes, multitud de carros, semáforos en ciertas calles que no funcionan, que la supuesta vía rápida de La pampilla no es rápida porque hay paso peatonal, algo inaudito en una vía así, que era necesario un puente peatonal, que él mismo una vez casi atropella a un estudiante. Escucho y pienso en la avenida Independencia a la altura de la puerta de la UNSA y desde que era estudiante de literatura, hace ya buena cantidad de años, sé que cruzar esa avenida es un peligro habitual y cotidiano. Entonces, nos parecía que podíamos graduarnos, antes, como toreros y que poníamos “el alma en el fuego”, al cruzar esa avenida. Primero es fácil, porque hay una fila de carros que avanzan lentamente, pero después hay que tener mucho cuidado pues no falta un avezado que haga una maniobra para sobrepasar. El siguiente carril, requiere más cuidado aún; aunque a veces esté libre, por el semáforo, una cuadra más arriba, cuando pasan los carros es lo más parecido a una vía rápida, las combis solo paran por pasajeros y si no hay no creen en nada. Creo que podría hacer un manual de cómo cruzar esa avenida y no morir en el intento, aunque, a decir verdad, uno puede morir. Por las tardes trabajo en el área de ingenierías de la UNSA y he visto varios accidentes. Ni un muerto hasta ahora. Lo comento. El taxista dice mecánicamente: “un muerto para las autoridades hagan algo”.
Óvalo del Avelino, 7 y 55. El taxi se detiene ante el semáforo, está sobre las líneas del paso peatonal; una señora con bolsas debe bordear el auto para poder cruzar. Acoto con frases breves a lo que dice el taxista. Muestro un poco de interés cuando se refiere a los candidatos de las próximas elecciones municipales y le pregunto si sabe de algunas propuestas para resolver el problema del transporte. “Hasta ahora todo está tibio, están como tanteando, supongo; hacen verbenas donde al final aparece el candidato bailando cumbia; del transporte no dicen nada todavía, y cuándo hablen, seguro que van a decir: lo vamos a mejorar, todos dicen eso; Usted es de José Luis Bustamante, ¿no? Ahí está”, me extiende una hoja publicitaria. Un candidato ofrece Internet wifi en los parques del distrito. Buen porcentaje de los niños y jóvenes que no tienen internet en casa, que no han de ser muchos en José Luis Bustamante, se la pasa jugando videojuegos en las cabinas públicas. Los parques siguen siendo, felizmente, espacios donde, algunos hacen ejercicios, los niños juegan, las parejitas se enamoran. Imagino un espacio así, de pronto poblado de jóvenes y niños ensimismados es sus laptops, tablets, smartfones. La promesa es demagógica y efectista; es como bailar cumbia sobre un escenario entre serpentina, pica-pica y luces de colores. La luz verde del semáforo me saca de esa tremebunda imagen.
El taxista sigue hablando del caos vehicular, de la ineficiencia y falsas promesas del alcalde provincial, los alcaldes distritales. Estoy de acuerdo con algunas cosas. Le comento que el Mistibus tiene más de un cinco años de ser promesa, el proyecto del tren monorriel se evapora y que el problema del transporte en Arequipa, con una población al borde del millón de habitantes, no se va solucionar sin un transporte masivo. El taxista dice “No, no, eso no conviene”, “Por qué”, pregunto. “La plaza para los taxistas bajaría un montón, pe”.
7 y 58 de la mañana, avenida Miguel Forga, a la altura de “Laive”. Ya casi llego, me digo. Estamos en una larga fila de autos, avanzando lentamente. Otro semáforo, el taxi se adelante un segundo antes de tener luz verde, pero del otro lado, otro taxi, intenta cruzar en ámbar. Casi chocamos. O mejor dicho, los parachoques han rozado. Se bajan los dos choferes a revisarlos. Parece que no hay nada grave, a lo sumo un rasguño. Pero ellos se insultan. Se produce un embotellamiento. Ambos taxis están en el centro del cruce. Uno de los dos debe retroceder para ceder paso al otro. Detrás de ambos hay otros autos que dejan poco espacio para retroceder, aunque en realidad ninguno quiere hacerlo. Miro el reloj. Las bocinas de los carros chillan, otros conductores también. Cada carro gana el mínimo espacio a fuerza de meterse. Después de una lenta y dificultosa maniobra, el otro taxi logra pasar. No se le ha ocurrido retroceder; al chofer del taxi en el que iba, tampoco. La luz del semáforo ya no le importa a nadie, al menos por unos segundos. En el parachoques trasero del taxi que nos sobrepasó hay una inscripción que dice: Retroceder nunca, rendirse jamás.
Mañana debo salir más temprano, me digo.
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